Después de dos años de escucha en el país, la Comisión se enfrentó al reto de definir un índice para el volumen territorial del Informe Final. Con base en los documentos de avance de la investigación, los patrones de violencia identificados y el análisis de los contextos explicativos realizados, se definieron las narrativas regionales sobre las que trataría el capítulo. Aunque consideramos la posibilidad de escribir un relato por cada departamento en el que tuvimos presencia o por cada municipio en el que escuchamos testimonios, priorizamos la idea de dar cuenta de las dinámicas territoriales del conflicto armado, que rara vez han respetado las fronteras político-administrativas de departamentos o municipios, pero que corresponden a la heterogeneidad del territorio, a las lógicas espaciales, sociales, políticas, económicas y culturales que le dan a cada región una identidad propia y que han interactuado con el conflicto armado. Fueron determinantes en esta definición la lectura cruzada de la geografía –las cuencas hidrográficas, cordilleras y serranías–, de la historia social, política y económica de las regiones, de los diferentes grados de presencia y efectividad de las instituciones estatales, de sus relaciones concretas con las particularidades de las regiones y de la dinámica de expansión del conflicto armado a lo largo de la historia –los patrones de violencia y victimización, las racionalidades y despliegues estratégicos de los actores armados y las transformaciones o desenlaces de la guerra en diferentes territorios–. Con estos elementos identificamos los ejes estructurantes de la historia del conflicto armado para cada una de las unidades territoriales sobre las que versa este capítulo del informe.
En esta demarcación de unidades territoriales, las fronteras son flexibles o porosas. Como se mencionó, los territorios aparecen y desaparecen según las dinámicas que se estén estudiando y la mirada de sus pobladores. Por esa razón no se pretende fijar fronteras rígidas entre territorios, sino que se entiende que existen corredores o zonas bisagra que conectan unos territorios con otros y que a lo largo del tiempo los territorios se han expandido o contraído. Así, por ejemplo, el departamento de Córdoba, fundamental para comprender el conflicto en el Caribe, comparte múltiples dinámicas –especialmente la subregión del sur– con Antioquia, particularmente con las provincias de Urabá y del Bajo Cauca. La región del Pacífico, que se entiende como un territorio desde la mirada de las poblaciones étnicas que la habitan –y desde las lógicas coloniales y racistas con las que el Estado y la sociedad andina se han relacionado con el territorio y que se reproducen en el conflicto armado–, tiene diferentes subregiones que se conectan con otras dinámicas territoriales del conflicto: la dinámica del norte del Chocó está vinculada a la dinámica colonizadora de Antioquia; la dinámica de la región del sur del mismo departamento está más relacionada con Risaralda y el norte del Valle; las dinámicas del Pacífico valluno y caucano, más ligadas a los problemas del sur del Valle y el norte del Cauca; el andén del Pacífico nariñense está ligado a la llegada de la economía cocalera, golpeada en Caquetá y Putumayo. Desde esta lógica, la relativa homogeneidad cultural y étnica y el carácter periférico de la macrorregión se rompen por los diversos intentos de integración económica provenientes del mundo andino más integrado. Igualmente, el Caquetá y el Guaviare son fundamentales para comprender la región de la Orinoquía y los cruces entre los procesos de colonización y el conflicto armado, y también las dinámicas propias de la Amazonía.
Algo similar sucede con las ciudades en este análisis territorial del conflicto armado. Podemos identificar dinámicas urbanas del conflicto armado comunes a las ciudades grandes e intermedias, pero sus particularidades corresponden a las lógicas propias de la región en la que están ubicadas y, por supuesto, hacen también parte del relato de todos los territorios estudiados. En todos los textos, los flujos y relaciones entre las ciudades y las zonas rurales vecinas hacen parte del análisis. Los textos regionales de este volumen no comienzan en la misma fecha: unos se remontan a los tiempos coloniales, otros a los siglos XIX y XX, mientras que algunos se concentran en los tiempos recientes. Esto responde a la realidad de que los actores armados no hicieron presencia simultánea en la totalidad del territorio, sino en períodos diferentes, ligados a los distintos momentos de la integración gradual de las regiones en la vida económica del conjunto de la nación y la difícil articulación de las poblaciones en la configuración política del país.
De esta manera, se definieron once unidades territoriales sobre las que se estructura el capítulo: Amazonía; Antioquia, sur de Córdoba y Bajo Atrato chocoano; Caribe; Eje cafetero; frontera nororiental; Magdalena Medio; Nariño y sur del Cauca; Orinoquía; Pacífico; región Centro; y Valle y norte del Cauca. Adicionalmente, la colección está compuesta por un texto reflexivo que busca sistematizar y analizar las dinámicas territoriales de la guerra, un capítulo sobre las dinámicas urbanas del conflicto y otro más, a manera de epílogo, dedicado a las afectaciones al campesinado, principal víctima del conflicto, que ha buscado incansablemente ser reconocido como sujeto político e incorporado a los esquivos procesos democráticos de la nación. Como se mencionó, cada uno de estos relatos tiene hilos conductores que en general coinciden con características, problemáticas, conflictos e incluso violencias que anteceden al conflicto armado, en las que se insertan los actores armados y sus disputas por el control territorial e interactúan con ellas, las transforman y profundizan.