La Frontera nororiental ilustra el modelo de colonización a la intemperie en zonas periféricas, que ha sido estrategia de diferentes gobiernos para solucionar los conflictos por la tierra que se han presentado en el centro andino del país y las regiones integradas. Los procesos de colonización espontánea y dirigida que tuvieron lugar durante el siglo XX, y los limitados logros de los proyectos de reforma agraria y el acompañamiento estatal para la consolidación de economías campesinas prósperas, hicieron que los procesos de cohesión social quedaran sujetos a la organización espontánea de las comunidades; organización que en algunas ocasiones resultó siendo base de las redes clientelares de los partidos, y en otras entró en conflicto con la expansión de la colonización latifundista –tradicional o moderna–.
Este doble proceso generó múltiples conflictos pues, al lado de la cohesión espontánea de comunidades campesinas, aparecieron otras formas de organización social en donde se establecieron relaciones de subordinación entre la población campesina y los hacendados, generando, para estos últimos, un acceso privilegiado a las instituciones estatales –especialmente a la administración de la justicia y a la seguridad–. Adicionalmente, estos procesos de colonización afectaron la integridad territorial y cultural de los pueblos indígenas, especialmente de los pueblos Barí, U’wa e Hitnü. Este tipo de conflictos se profundizó con la llegada de proyectos de desarrollo, de mentalidad empresarial, que buscaban integrar los territorios a la lógica económica del centro, sin tener suficientemente en cuenta la mentalidad económica y las diferencias culturales de la población indígena y campesina que habitaba la región. La manera en la que se han desarrollado en la región la industria petrolera y la agroindustria de la palma, en un contexto de presencia limitada e inefectiva del Estado, han producido profundas inequidades y exclusiones de la población, en zonas como el Catatumbo o el Sarare, que han encontrado en la economía de la coca y la informalidad alternativas para la subsistencia.
La incapacidad del Estado para responder adecuadamente a los conflictos por la tierra que generaron estos procesos de colonización del siglo XX, en muchas ocasiones violentos –además de otros conflicto sociales y económicos derivados de la implementación de proyectos de desarrollo económico e industria en la región (como el petróleo)– configuró un escenario que utilizaron las guerrillas para justificar su lucha armada.
Durante los años del Frente Nacional, la integración política del territorio dependió casi por completo de la mediación de las redes clientelares de los partidos tradicionales, que eran desafiados por las protestas de los grupos organizados campesinos, sindicalistas, universitarios, indígenas, entre otros. Estos grupos sociales, al estar por fuera de esas redes, recibieron en varias ocasiones tratamiento militar, mientras que se les cerraban los espacios de diálogo político y atención social. El tratamiento de orden público a la protesta y movilización social, como las que se dieron en el gran Paro Cívico del Sarare en 1972 o el gran Paro Nacional apoyado por el Catatumbo y Arauca en 1977, crearon un escenario social y político favorable a la inserción de grupos armados insurgentes. El ELN, el EPL y las FARC-EP presentaron la incapacidad del Estado, la respuesta represiva a la protesta social y la monopolización bipartidista de la vida política como prueba de que estaban agotadas las vías democráticas del cambio social, y por tanto que la lucha armada era legítima –en el contexto de la Revolución Cubana y de la consolidación de la Unión Soviética como modelo del comunismo internacional–. Durante la mayor parte del Frente Nacional el comunismo y las organizaciones sociales y políticas de izquierda se convirtieron en enemigos de la nación y las protestas sociales se identificaron como bases sociales y territorios de las guerrillas. En este contexto internacional y desde este enfoque de seguridad la soberanía debía conseguirse a través del control militar de territorios y poblaciones. Se trataba de buscar y destruir. En ese contexto, la población civil fue vista con desconfianza, estigmatizada y victimizada.
El surgimiento y la llegada de grupos guerrilleros al territorio condujo a la implementación de órdenes insurgentes que combinaban la necesidad de regulación social coercitiva de las poblaciones con un estilo autoritario de control social, manteniendo niveles de coordinación con las regulaciones comunitarias de las comunidades campesinas. Varios de los testimonios escuchados en la región relatan la compleja situación de las comunidades rurales en las que se insertaron las guerrillas. Las percepciones oscilan entre el reconocimiento y hasta agradecimiento por los servicios de seguridad y regulación aportados por las guerrillas, que le otorgan cierta legitimación social, pasando por el temor a su represión autoritaria, hasta los reclamos por sus abusos. En muchas de esas entrevistas también se identifica la resistencia de las organizaciones comunitarias ante el irrespeto de las guerrillas por sus propias formas de manejar los conflictos.
El conflicto se orientó a la disputa por el poder local. En estos territorios de acelerado desarrollo económico, de economías extractivas y de narcotráfico, y en el contexto de la descentralización, la gestión local se convirtió en botín apetecible de los actores armados. El ELN, el EPL, las FARC-EP y los paramilitares del Bloque Catatumbo y del Bloque Vencedores de Arauca, a través de sus distintas alianzas y entramados, se dispusieron a apropiarse de los bienes y recursos públicos, a influenciar los resultados políticos y electorales y a consolidar su dominio territorial desde lo local. La debilidad del Estado en los territorios, especialmente en las instituciones relacionadas con el monopolio de la fuerza y la administración de justicia, facilitó la disputa violenta por la gestión local y expuso a los civiles activos en la política local a las amenazas de guerrillas y paramilitares. El clientelismo armado se convirtió en la estrategia privilegiada para este fin y determinó los procesos de construcción del Estado local –en Arauca, por ejemplo–. El ELN en Arauca y las otras guerrillas en otras regiones de este territorio buscaron actuar como Estado, usando métodos similares a los de patronazgo y clientela que usan los poderes locales tradicionalmente ligados a los partidos políticos. La elección popular de alcaldes a finales de los años ochenta fue el escenario propicio para la manipulación y control democrático. Por esa razón, asumieron el control violento de los gobiernos locales como camino para orientar proyectos de desarrollo local, inversiones públicas e incidir sobre las decisiones políticas. Los grupos armados ilegales de mayor presencia en la región, además de contar con un fuerte poder militar mantenido por medio de la obtención de rentas de la extorsión a la industria petrolera y las posibilidades que ofrece el territorio al ser zona de frontera –utilizada como zona de retaguardia y que permite ejercer control sobre actividades de contrabando–, también han tenido una importante influencia social facilitada por la débil institucionalidad y los altos niveles de corrupción que caracterizan el sector público de la región.
Esta compleja situación también se ha manifestado en la opción de algunos sectores políticos y sociales de apoyar, abierta y explícitamente, la organización de grupos paramilitares de seguridad privada, además de la adopción de formas ilegales y criminales de represión por parte de las fuerzas estatales. El favorecimiento de formas privadas de violencia militar o paramilitar, sumado a la compleja situación de las comunidades frente a la guerrilla llevó a la estigmatización y criminalización de la población y el territorio, que serían el objetivo prioritario de la guerra sucia y las acciones militares del Estado. La guerra insurgente, por su parte, no produjo los cambios que la guerrilla buscaba. Por el contrario, profundizó las condiciones estructurales de exclusión, pobreza e inequidad que buscaban transformar.
El paramilitarismo en la región se constituyó en un entramado de intereses y alianzas asociado a proyectos económicos, sociales y políticos que veían en el crecimiento de las guerrillas y las organizaciones sociales y políticas de izquierda amenazas para sus intereses. Se trató de una estrategia armada y paraestatal, defensiva y ofensiva, que se consolidó a partir de una coalición de sectores de la fuerza pública, poderes económicos, políticos y grupos narcotraficantes que se encontraron alrededor del propósito contrainsurgente –propósito que no solo incluyó acciones contra la guerrilla sino también contra la población civil–. Los siguientes factores impulsaron y consolidaron el paramilitarismo en la región: la defensa del statu quo a través del mantenimiento de privilegios económicos, políticos y sociales; la protección del patrimonio y ampliación de la propiedad privada y la renta a través del acaparamiento de tierras; la consolidación del control territorial por medio del exterminio de grupos armados rivales y la imposición de formas de control social violento; la usurpación de recursos económicos de la contratación pública, economías extractivas, tierras o narcotráfico; el exterminio de rivales políticos, así como la cooptación de instituciones estatales y del sistema político y electoral. Ciudades como Cúcuta o Arauca se convirtieron en escenarios de control social y político que llevó a que se cometieran graves violaciones a los derechos humanos como asesinatos colectivos, selectivos y desaparición forzada. No sólo aumentó la cifra de agresiones contra la población civil, sino que se degradaron las prácticas violentas generando situaciones como la eliminación de los cuerpos por incineración en territorios como Juan Frío.
Las Fuerzas Militares han reaccionado, a lo largo de los años, de maneras distintas al fenómeno paramilitar. En ciertos momentos ha predominado la negación de ese fenómeno, mientras que en otros momentos lo han minimizado o incluso lo han justificado en la lucha contrainsurgente. Estas posturas contribuyeron a la expansión y al fortalecimiento del paramilitarismo en la región. Sin que se reconozcan estos hechos y sin que se pongan en marcha los mecanismos institucionales, económicos y políticos para el desmantelamiento de los profundos entramados y alianzas que lo constituyen (más allá de las estructuras armadas) el paramilitarismo seguirá siendo un factor fundamental de violencia.
Es evidente que en esta región convergen una multiplicidad de actores violentos convocados por los réditos que implica el control de la frontera, el desarrollo de las economías ilícitas y las posibilidades de ejercer el control social y la administración de justicia. Así, a lo largo de las décadas de persistencia y escalamiento del conflicto armado en la región, las relaciones entre los grupos armados se han transformado, moviéndose de la convivencia a la disputa, la creación de acuerdos, la alianza y la división territorial. Los intereses en común conducen al recrudecimiento del conflicto; las disputas se traducen en confrontaciones violentas cuyas víctimas han sido mayoritariamente civiles.
Adicionalmente, la región muestra cómo el narcotráfico ha sido protagonista en la guerra. Las FARC-EP, el ELN y el EPL se vincularon a las economías de la cocaína y construyeron modelos de regulación sobre estos mercados –pasando por el dominio y el control de las rutas de insumos y mercancías–, lo que implicó tensiones con sus objetivos revolucionarios, además de las violencias que se configuraron sobre las comunidades por cuenta de las regulaciones guerrilleras del narcotráfico. Aunque el Estado le declaró la guerra al narcotráfico, también se alió con la mafia para combatir a la insurgencia. Por esa razón, a la postre, la lucha contra el narcotráfico nunca logró desmantelar las redes políticas y económicas que han sostenido esta economía ilegal, sino que concentró la narrativa de estigmatización y acción punitiva sobre los cultivadores, campesinos y pueblos étnicos pobres, y militarizó sus territorios. Enfrentar el problema del narcotráfico es central para la paz en esta región. Este problema no puede ser atendido como una guerra. Eso significa que hay que avanzar en el modelo de regulación y legalización, al mismo tiempo que se implementan mecanismos de justicia transicional.
La guerra transformó el territorio. Esa transformación fue producto de múltiples formas de violencia, en especial el desplazamiento forzado y el despojo, que modificaron no solo la estructura de la propiedad de la tierra y el uso de los suelos, sino también las relaciones comunitarias, las dinámicas familiares, sociales y políticas, y profundizaron las condiciones de pobreza y marginalidad que viven los territorios rurales y los barrios periféricos de ciudades como Cúcuta. El modelo de ocupación e integración territorial que se desarrolló en el país generó una jerarquización y desigualdad entre las regiones, y condenó a los territorios ubicados en la periferia de centro político, como la Frontera nororiental, a enfrentar la presencia débil e inefectiva del Estado, fácilmente cooptada por intereses políticos legales o ilegales y los actores armados. Este modelo dejó a gran parte de estas poblaciones por fuera de los procesos de producción y acumulación de riqueza y los arrojó, tanto en las zonas rurales como urbanas, a la informalidad y en ciertos casos los obligó a integrarse a las economías ilegales como mecanismo de supervivencia y de ascenso social.
Pese a que el plebiscito de refrendación del Acuerdo de paz en esta región no gozó del apoyo en las urnas, las comunidades étnicas y campesinas atisbaron vientos de paz, democratización y mejoramiento económico con el desarme y desmovilización de las FARC-EP y el comienzo de la implementación de las políticas derivadas del Acuerdo. Sin embargo, las esperanzas pronto se desinflaron. La violencia se reactivó rápidamente como resultado de nuevas disputas por el territorio y por las economías de la guerra (narcotráfico, explotación de petróleo y minerales, contrabando de hidrocarburos). Disputas entre el ELN, Los Pelusos, las disidencias de las FARC-EP, el Clan del Golfo y las mafias mexicanas alas que se han sumado atropellos cometidos por sectores de la fuerza pública en el contexto de un nuevo capítulo de la lucha contra la insurgencia y los tráficos ilícitos. Por otro lado, pese a los avances conseguidos en los últimos años, para las comunidades y organizaciones de la región, la implementación de los acuerdos no ha estado a la altura de las expectativas, especialmente en los puntos referentes a la reforma agraria integral y la sustitución de cultivos de uso ilícito. Las tensiones con el gobierno venezolano y las dinámicas criminales al otro lado de la frontera se suman a esta bomba de tiempo en el nororiente que ha dejado líderes, lideresas y campesinos muertos en medio de manifestaciones sociales o procesos de erradicación forzada.
Construir la paz en el país incluye diseñar un modelo de seguridad para la paz desde un enfoque centrado en la salvaguarda del ser humano, que se oriente a la protección de todas las personas y comunidades, sin discriminación alguna, que reconozca y fomente el pluralismo, la participación y el diálogo social e institucional. Un modelo de seguridad civilista y que garantice el monopolio de la fuerza legítima del Estado; que entienda que la seguridad es más que protección de los límites territoriales o la seguridad de Estado a través del uso de las armas, y que se construya con la presencia integral del Estado en los territorios y que combata la desigualdad socioeconómica, la carencia de servicios de salud suficientes y de calidad, la inseguridad alimentaria y el hambre, los riesgos ambientales, la exclusión política y la inseguridad personal y de las comunidades, así como un tratamiento diferenciado en las políticas de frontera que contemple un pueblo en dos países.
La guerra ha hecho inalcanzable el goce y disfrute efectivo de los derechos reconocidos para las comunidades étnicas y ha impedido la protección y desarrollo de la economía y proyecto político del campesinado. La fuerza transformadora de los sujetos étnicos y campesinos se enfrentó a los intereses políticos y de los capitales privados, legales e ilegales que, haciendo uso de la violencia, desconocieron los derechos adquiridos por las comunidades y poblaciones y los empujaron a la exclusión y la pobreza. Urge un diálogo con todos los actores armados que ponga fin a la confrontación armada y a la violencia contra la población civil.
La manera de transformar este proceso de retroalimentación mutua entre desprotección y violencia es un modelo de ordenamiento territorial participativo que ponga en diálogo –en igualdad de condiciones– a los diferentes actores territoriales. Es momento de democratizar y hacer realmente participativa la toma de decisiones sobre el uso de los suelos del país y de consolidar un modelo de desarrollo y ordenamiento territorial para la paz, que garantice la inclusión política y productiva de campesinos y pueblos étnicos, una mayor equidad en la distribución de la tierra, la articulación de ciudades y zonas rurales, la presencia integral del Estado en los territorios históricamente excluidos, y el buen vivir, en mayor armonía con la naturaleza.