Los históricos conflictos sociales, económicos, políticos y culturales entre los sectores populares y las élites regionales del Caribe colombiano, generaron las condiciones para que el conflicto armado contemporáneo surgiera y se desarrollara en la región, con brutales expresiones entre 1990 y 2010. A inicios de 2022, y más allá de los múltiples esfuerzos para distender los conflictos y las violencias regionales, aquellas contradicciones siguen latentes, y otros actores y factores de violencia –en especial los asociados a las variadas economías ilícitas– se yerguen como obstáculos en el largo y espinoso camino hacia una paz estable y duradera de alcance regional.
El informe muestra el proceso de configuración y consolidación de un orden social elitista, fraguado desde la Colonia en los marcos de la Hacienda ganadera. Este escenario propició la concentración de capital económico, político y cultural en la élite terrateniente, en desmedro de los intereses y bienestar de amplios sectores populares del Caribe, en especial del campesinado y la población étnica. La Hacienda se erigió, entonces, como fuente de riqueza y control social, y se enquistó en la cultura, la sociedad y las relaciones de poder. El resultado de este proceso ha sido instituciones estatales funcionales a los intereses y privilegios de las élites, mientras los derechos de los sectores populares no reciben igual trato, garantías y protección del Estado. Además, la idea de la Hacienda –entendida como «máquina de poder»–, trascendió el mundo rural y se instaló como cultura política en las dinámicas urbanas del Caribe, con fuerte influencia en espacios sociales y económicos diferentes al agropecuario. El gamonalismo, sus redes locales y regionales de poder y el elitismo estatal ampliaron sus tentáculos, provocando mayores exclusiones del paraguas del Estado.
En este marco de tensión surgieron las luchas y resistencias populares, a principios del siglo XX. Desde entonces, sus liderazgos y las organizaciones creadas para agenciar sus derechos e intereses han padecido estigmatización y persecución de las élites atrincheradas en el poder. Desde los tiempos de la Huelga de las Bananeras (1928), el Estado elitista ha procedido con violencia en contra de las organizaciones sociales que resisten y luchan por un orden social equitativo, democrático e intercultural. En especial, la historia del movimiento campesino del Caribe termina ligada, no solo al agenciamiento de una reforma rural integral que permita el acceso a la tierra, la producción sistemática de alimentos y el bienestar rural, sino también a un discurso anticampesino orientado a denigrar y reprimir al campesinado. La gran paradoja de estas violencias es que este campesinado ha reclamado sus derechos por dentro y no por fuera del Estado social y democrático de derecho, en los marcos de la política pública que más ha polarizado a las élites nacionales: la reforma social agraria. Mientras el movimiento étnico fortalecía su lucha por el reconocimiento de una sociedad multiétnica y pluricultural.
En el discurso elitista y antipopular, las movilizaciones estudiantiles, obrero-sindicales, indígenas y negras resultan tan inaceptables y peligrosas como las campesinas. Igual sucede con los movimientos políticos alternativos, cívicos o de izquierda. El Caribe no fue ajeno a este enfoque y la interpelación al orden elitista históricamente establecido ha obtenido como respuesta la represión estatal y la violencia de grupos armados al servicio de las élites, creados para preservar el statu quo. Aquellos no son los únicos estigmatizados y perseguidos. Los nuevos movimientos sociales –integrados por colectivos de mujeres, jóvenes, población LGBTIQ+, ambientalistas, gestores culturales y grupos de contracultura– también se estrellan contra la violencia emanada de un orden elitista ligado al patriarcado y la tradición.
En este contexto de profundas contradicciones sociales y represión estatal aparecieron y se desarrollaron los distintos actores de la guerra. En los años sesenta y ochenta del siglo XX, las guerrillas marxista-leninistas infiltraron en mayor o menor medida los procesos organizativos regionales y contribuyeron a la estigmatización de los movimientos sociales. Tras la paz de los noventa, las FARC-EP y el ELN se posesionaron en estratégicos territorios del Caribe. El Nudo de Paramillo, los Montes de María y el eje montañoso Sierra Nevada de Santa Marta-Serranía del Perijá se convirtieron en los escenarios más cruentos de la guerra. Allí también confluyeron narcos, fuerza pública, terratenientes y políticos en el entramado paramilitar, y elevaron a su máxima letalidad el viejo sistema de los grupos de seguridad privada. El resultado fue una guerra que impactó a la sociedad caribeña, incluyendo a las élites. Sin embargo, la gran perdedora fue la población rural –campesinos, indígenas y afros– victimizada en masacres, despojos, desplazamientos, violencias sexuales, empobrecimiento y drásticos cambios en su proyecto de vida.
En particular, el desplazamiento forzado de más de dos millones de personas con arraigo en el mundo rural derivó en un vaciamiento estratégico de territorios campesinos y étnicos, y propició el despojo en favor de proyectos minero-energéticos, agroindustriales (banano, palma africana), ganaderos y agroforestales. El diseño de políticas públicas contribuyó de manera determinante en la reconfiguración territorial. Incluso, la política de seguridad y la presencia militar del Estado se alineó con este propósito. La violencia no solo reconfiguró los territorios rurales. El paisaje urbano caribeño también se modificó con la llegada de cientos de miles de desarraigados con necesidad de recomponer su proyecto de vida, en un contexto adverso por la incomprensión social y la poca voluntad política del Estado elitista, en el que el conflicto armado también estaba latente, aunque se expresaba de manera diferente. El miedo y el silencio quedaron instalados en la sociedad.
El entramado paramilitar cooptó agentes estatales en múltiples niveles institucionales. Esto significó la captura violenta del Estado y la radicalización de su carácter elitista. La democracia territorial se cerró aún más para los movimientos sociales y políticos alternativos. La parapolítica se impuso incluso a aquellos actores y proyectos políticos tradicionales que no se conectaron a sus intenciones. A pesar del escarnio público y la judicialización de más de un centenar de políticos y agentes estatales afectos al paramilitarismo, las relaciones de poder en el Caribe siguieron en los viejos marcos elitistas, nepotistas y clientelistas. La reelección en cuerpo ajeno fue la constante y hermanos, cónyuges e hijos continuaron controlando curules en corporaciones públicas y cargos de elección popular.
La guerra transformó radicalmente las relaciones sociales y el histórico modo de ser costeño o caribeño, asociado por Fals Borda a un ethos no violento. Si bien este ethos no impedía la violencia, sí suponía una menor predisposición de las gentes del Caribe para la guerra. Y, en especial, una tendencia al arreglo de los conflictos privilegiando la palabra sobre las armas. Las múltiples y diversas voces caribeñas escuchadas dieron cuenta del diálogo y la convivencia pacífica como práctica cultural ancestral de las gentes del Caribe. El quiebre lo marcó la violencia extrema de finales del siglo XX y principios del XXI. Desde esta perspectiva, existen acumulados culturales y fundadas razones para vislumbrar una región Caribe trasegando los caminos de la convivencia pacífica, la no repetición y la reconciliación, siempre y cuando el Estado sea entendido y proyectado como un bien público y los actuales factores de persistencia de la violencia sean conjurados.
Consolidar la paz en esta región implica avanzar decididamente en los procesos de reconocimiento de los derechos territoriales de los pueblos étnicos y campesinos, y resolver la histórica inequidad de la tierra, con una reforma agraria que distribuya tierras al interior de la frontera agraria a campesinos y campesinas sin tierra. Igualmente necesario es avanzar en la disminución de las inequidades que vive intensamente la región. Garantizar los derechos socio-económicos y ambientales en el Caribe, así como avanzar en un proceso de diálogo para el sometimiento a la justicia de los grupos armados que aún hacen presencia en el territorio, son imperativos para evitar que la violencia continúe.
Fortalecer los procesos territoriales de diálogo y construcción de paz en el territorio, es sustancial para promover un modelo de ordenamiento territorial que reconozca las grandes desigualdades que han caracterizado históricamente la configuración territorial del Caribe y su relación con la persistencia del conflicto armado; y, especialmente, que reconozca y revierta la realidad de que a una porción significativa de pobladores rurales se le ha negado o vulnerado sistemáticamente los derechos a la propiedad y el uso de la tierra en paz y en condiciones de igualdad; a participar decisivamente en los asuntos públicos, incluyendo los que más los afectan y a sus territorios; y a gozar de los bienes y servicios públicos más fundamentales para el bienestar humano y para participar en la producción y goce de la riqueza como lo son la seguridad, la justicia, la salud, la educación, y la infraestructura necesaria para el desarrollo rural sostenible.