La guerra en Colombia se configuró desde el campo político y desde ahí se condujo la acción militar. Fue una guerra en la que el uso de la violencia se reguló o desreguló de acuerdo con la consecución de objetivos o intereses relativos al poder.
Al comienzo, la guerra consistió en el enfrentamiento de grupos marxistas o revolucionarios alzados en armas que iban por el poder del Estado de manera paulatina (acumulando fuerzas) o súbita (insurrección) contra un Estado en formación, dominado por sectores políticos y élites tradicionales que, a pesar de sus contradicciones internas, defendieron el statu quo. Paradójicamente, la decisión de aquellos sectores de las izquierdas de emprender la lucha armada y de combinar votos y protestas con armas, lejos de producir las transformaciones que esperaban, terminó en el largo plazo reforzando las estructuras de poder existentes y ralentizó los cambios sociales, políticos, económicos y culturales que demandaron distintos sectores de la sociedad colombiana.
Entre las grietas del sistema emergió un nuevo actor que irrumpió en las esferas económicas, sociales y políticas: el narcotráfico entró en la guerra como parte del establecimiento con una notable excepción, Pablo Escobar, y como parte de la contrainsurgencia. La declaración de la guerra contra las drogas por parte de Estados Unidos hizo que la guerra contrainsurgente y la guerra contra las drogas se entrelazaran con esto los actores que participaban en ellas. En ese juego, el narcotráfico ha cumplido el papel de un comodín en la ecuación del poder político y en la configuración del Estado. Esta relación entre política y criminalidad ha
Esto lleva a considerar la relación entre crimen y política. ¿Qué tan criminales o qué tan políticos han sido los actores del conflicto armado en Colombia? La separación entre política y criminalidad ha imposibilitado una lectura más integral sobre los actores del conflicto, lo que supone un problema para la búsqueda de soluciones a la violencia. El carácter de estos no solo depende de lo que ellos hicieron, sino del reconocimiento o desconocimiento que se haga de su identidad. Se trata de construcciones políticas y simbólicas que se modifican en diferentes contextos. Las guerrillas fueron tratadas por el Estado como «bandoleros», criminales, terroristas, dependiendo del momento. También han sido tratadas como actores políticos en otros momentos, sin que sus acciones o sus objetivos hayan sido específicamente determinantes para esa catalogación.
En cuanto al narcotráfico, el Estado, los gobiernos y gran parte de las élites han manejado una relación esquizofrénica con quienes lo encarnan. Se les ha considerado criminales puros, pero se les abre la puerta de atrás para que inclinen la balanza en los equilibrios políticos y militares. Así lo demuestran coyunturas como los Pepes, el proceso 8.000, el Acuerdo de Santafé Ralito y la parapolítica, entre otras.
Respecto al Estado, que se ha construido en guerra, su carácter se ha forjado en una fuerte tensión entre legitimidad, legalidad y crimen. La compleja relación entre fines y medios han llevado a que, en ciertas coyunturas y desde ciertas instituciones, se cometieran todo tipo de violaciones a los derechos humanos y se incurriera en actos de corrupción tolerados y justificados incluso por mecanismos legales. Esto explica en parte la impunidad que ha cubierto a los poderosos y decisores durante la guerra.
¿Y la sociedad qué? La sociedad no fue un testigo mudo e inerme. Con diferencias de tiempo, modo y lugar, el papel de los ciudadanos colombianos fue determinante para elegir entre guerra o paz, entre cierre y apertura de la democracia, entre compasión e indiferencia. Sin embargo, es claro que el rol de la sociedad civil ha sido determinante para ponerle fin a la guerra y hacer la paz. Primero que todo, con el voto. El Frente Nacional, la Constitución de 1991 y el Acuerdo de Paz de 2016 fueron posibles por el voto de los ciudadanos. En segundo lugar, la participación directa ha impelido y empujado reformas. La voluntad política para el cambio y la paz ha sido construida en el debate público y con la movilización social. Paulatinamente, y en idas y venidas, esa ciudadanía que se ejerce de manera directa ha logrado un espacio en la democracia.
Además de lo anterior, nunca ha sido posible la reforma ni la paz si no concurren a los procesos de cambio, de manera dialéctica, sectores de las élites al tiempo que de la ciudadanía. La paz en Colombia no se ha logrado sin el concurso de sectores de la sociedad civil que tienen y mantienen privilegios. Ello ha implicado rupturas en el seno de los poderosos aunque, hay que reconocerlo, poco duraderas. La Revolución en Marcha de Alfonso López Pumarejo, la reforma agraria de Carlos Lleras Restrepo o la Ley de Víctimas de Juan Manuel Santos son ejemplos de esas fisuras en el poder para bajarle presión al conflicto social y armado.