Este conflicto terminó sin vencedores –aunque sí con beneficiarios– y con un saldo de víctimas de proporciones bíblicas: más de 9 millones, de las cuales por lo menos medio millón perdieron la vida. Nueve de cada diez víctimas eran civiles. La mayoría de estas eran habitantes del sector rural. En la guerra las poblaciones rurales no solo perdieron la vida sino la tierra, y han tenido que luchar sin descanso para ser incluidas en el proyecto de nación.
Esta no fue, pues, una guerra entre ejércitos combatientes sino una en la que las armas apuntaron contra seres humanos en estado de indefensión. La guerra, con sus silencios, con sus estigmas, con sus mentiras, horadó el clima de la controversia pública, al punto de confundir al adversario ideológico o político con un enemigo. Muchos líderes murieron acribillados por su pensamiento o tuvieron que exiliarse para proteger sus libertades políticas más básicas.
La ficción de que esta fue una guerra entre aparatos armados se derrumba al observar la masividad y sistematicidad con la que ocurrieron el asesinato y la desaparición forzada. Una guerra larga, en la que se toleraron jurídica, política y socialmente todo tipo de atrocidades, y que además operó como incentivo y mampara para la violencia. Desde los primeros años ha sido difícil trazar una línea divisoria absoluta entre las violencias políticas, revestidas de altruismo o de argumentos como la legítima defensa y las de los más egoístas motivos.
Algunos protagonistas de esta guerra se autorreconocen como víctimas y usaron esa condición para incendiar al país. Desde Marquetalia, Manuel Marulanda se postuló como víctima de las élites. Por el asesinato de su padre, Carlos Castaño logró legitimar una narrativa según la cual su matanza era un mal necesario. Entre los dirigentes colombianos que han vivido en carne propia la violencia, la condición de víctima ha servido tanto para profundizar la reflexión sobre la paz, como para alimentar la guerra. Con frecuencia, las personas que aportaron su relato a la Comisión de la Verdad transitaron entre los dos campos: usaron las armas como recurso para cambiar o defender el statu quo y también fueron víctimas de ellas.
Para el caso de los combatientes, su condición de víctima se debe reconocer, por cuanto fueron blanco de las infracciones al derecho internacional humanitario. No obstante, también es importante reconocer que, aun sin que haya este tipo de infracciones, la guerra significó fuertes impactos en las vidas de los combatientes y de sus familias. En particular, la Comisión de la Verdad evidenció altos grados de deshumanización que permearon incluso las prácticas y políticas institucionales. El reconocimiento de esta realidad ha implicado romper narrativas justificantes y transitar hacia una nueva ética del respeto a la dignidad humana.