En los años veinte del siglo pasado, una vez terminada la Primera Guerra Mundial, el comunismo dejó de ser el fantasma que recorría a Europa y se convirtió en realidad. El triunfo de los Bolcheviques en la Revolución de Octubre en 1917, en Rusia, produjo pavor en países que sentaban las bases del libre mercado y del liberalismo. Al mismo tiempo el nacionalismo fascista emergía en varios países de Europa y Asia.
Los bolcheviques, al mando de la de la recién creada Unión de Repúblicas Soviéticas (URSS), derrocaron a los zares, expropiaron a los ricos, expulsaron a la Iglesia, impulsaron la propiedad colectiva a través de los soviets e instauraron un gobierno de un único partido, liderado en primer lugar por Vladimir Lenin y posteriormente de Joseph Stalin. Los comunistas aspiraban a extenderse por el mundo bajo la consigna: «proletarios de todos los países, uníos». No obstante, de manera muy temprana las potencias capitalistas y la Iglesia católica vieron a la Unión Soviética como un eje del mal.
El socialismo, con su utopía igualitaria, se erigió como una esperanza entre la clase trabajadora en América Latina y su influencia se extendió por esta región, aunque no siempre en relación con Moscú. En México, por ejemplo, triunfó una revolución campesina y su consigna «tierra y libertad» resonó por las Américas. Era el ejemplo de que las clases populares podían derrotar a las oligarquías criollas.
Crédito de la imagen: United Commons La Revolución de Octubre Circa 1920.