En los años ochenta, una fuerza que luchaba por abrir la democracia era la de los movimientos sociales. El Estatuto de Seguridad no pudo desactivar el auge de la protesta, que se transformó profundamente: a las organizaciones tradicionales agrarias, sindicales y estudiantiles, se sumaron las de carácter cívico urbano y regional, así como sociales, feministas, ecologistas y de derechos humanos, entre otros. A lo largo de la década, estos lucharon por la inclusión social, por bienes públicos y políticas de igualdad, por derechos políticos y en contra de la impunidad.