En medio de los campos enemigos, enfrentados radicalmente con las armas, estaba un amplio espectro político y ciudadano que pujaba por reformas. Estas fueron posibles gracias a los acuerdos de pacificación o de paz que, en general, fueron saltos hacia la modernización, y la inclusión social y política. El primero que ofreció un ramo de olivo a sus adversarios fue el presidente Belisario Betancur (1982-1986). Desde entonces, quedó claro que la paz tenía enemigos agazapados del lado del establecimiento y que esta apuesta no había madurado en quienes querían hacer la revolución.
Los marcos discursivos que acompañaron a la Guerra Fría establecieron muros para separar a amigos de enemigos. Del lado del Estado, la construcción del «enemigo interno» erosionó la calidad de la democracia en construcción. Lo mismo ocurrió del lado de las guerrillas, bajo la ideología del enemigo de clase enarbolaron la violencia como camino para destruir el sistema y construir otro nuevo. Ese menosprecio a las reformas, a la paulatina democratización y a los métodos pacíficos para construir acuerdos y consensos incluyentes, saboteó cambios sociales y políticos.
A finales de los años ochenta, sectores de ambos campos hicieron un pacto de político y proclamaron una nueva Constitución. Estos avances fueron denostados por una parte de las guerrillas –FARC-EP, ELN– que consideraron poco lo que allí quedó consignado. Así, al continuar la guerra, se requería de dinero y en ese momento el país tenía varias bonanzas en curso, en especial el petróleo y la coca. A esto se sumó que la descentralización permitió que en el poder local ya no solo se disputaran los votos y las redes clientelares o el prestigio de gobernar, sino los recursos del Estado.
La guerra de mediados de los años noventa en adelante estuvo marcada por la disputa territorial. Se consolidaron diecisiete corredores de interés estratégico para competir por las rentas lícitas e ilícitas. Para finales del siglo, las finanzas pasaron a convertirse en otro leitmotiv del enfrentamiento. Esto hizo que entre 1995 y 2005 viviéramos los años más atroces del conflicto armado interno. El 70 % de las víctimas de la guerra se produjeron en ese periodo. La guerra que se vivió a finales de los noventa hizo trizas el intento de paz que emprendió el Gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002).
A finales del siglo XX, el país quedó sumido en una paradoja: a medida que la guerra insurgente perdía legitimidad y era señalada desde el Gobierno y muchos sectores como una patraña criminal, los paramilitares, que eran el barco rompehielos de la avanzada contrainsurgente, buscaban legitimar sus motivos y alianzas criminales en la política y los grandes negocios. Hasta ese momento, la paz había sido en Colombia un consenso. Casi nadie se atrevía a decir de frente que el camino era la guerra. Eso cambió de 2002 hasta 2010, cuando tanto las FARC-EP como el Estado se jugaron las cartas al triunfo militar. Como presidente, Álvaro Uribe desarmó parcialmente a las AUC y expulsó a las FARC-EP de las zonas integradas del país. La guerra se alargó en regiones históricamente abandonadas. Con Uribe se instauró una narrativa eficaz en torno a la seguridad en la que la guerrilla era el principal enemigo del país. Sin embargo, los métodos usados, como las ejecuciones extrajudiciales, pero también las tramoyas para perpetuarse en el poder, desataron una crisis de legitimidad de su proyecto de Estado. El país estaba inundado de víctimas y no había héroes a quienes ensalzar. El Acuerdo de Paz firmado entre el Estado y las FARC-EP en 2016 reconoció que las víctimas tienen derecho a la verdad, a la justicia, pero, sobre todo, a la no repetición.