La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) dejó dividido al mundo en dos modelos: uno que promovía el capitalismo y la democracia liberal, en cabeza de Estados Unidos, y otro que abogaba por el socialismo y el comunismo, liderado por la Unión Soviética y la China de Mao Tse Tung.
El 19 de agosto de 1961 miles de soldados y trabajadores del lado oriental de Berlín empezaron a levantar un muro que, aunque burdo, impedía los movimientos de las personas de un lado a otro de la capital alemana. En pocas semanas, el muro había sido elevado tanto que no podía ser escalado, además de haber sido cubierto de alambradas, puestos de vigilancia, tapias y gendarmes. A un costado estaban apostados los tanques de guerra soviéticos; al otro, los de Estados Unidos. El muro de Berlín se convertiría desde entonces y hasta finales de 1989 en el símbolo de la Guerra Fría.
La guerra que tomaba cuerpo con el muro de Berlín era preventiva, en la que el espionaje, la propaganda, las conspiraciones y la presión económica y política serían las principales formas de esa disputa. La idea de amigo-enemigo había quedado demarcada de manera tajante y sentimientos como la desconfianza, el miedo y el desprecio por el otro hicieron grieta en la cultura política de toda una generación. Esos muros mentales duraron más que la propia cortina de hierro, bajo la noción del enemigo interno y el enemigo de clase.
Las potencias construyeron un cuerpo doctrinario de técnicas contrainsurgentes que tuvieron como laboratorios a Malasia y Kenia (por Gran Bretaña), Argelia e Indochina (Francia) y Corea y Vietnam (Estados Unidos), y extendido luego a prácticamente todos los países bajo su órbita.
Al mismo tiempo, en los años sesenta se vivía un cisma cultural. En Estados Unidos se daba la lucha por los derechos civiles de los negros y el feminismo se convertía en la revolución pacífica que cambió la vida de millones de mujeres y sus familias. Los jóvenes, hastiados de la guerra y del sistema, estaban haciendo revoluciones culturales como la de mayo del 68 en Francia y hasta la Iglesia católica, consciente de que había un despertar en la sociedad, se renovaba con el Concilio Vaticano II que daría paso a la teología de la liberación o la opción preferencial por los pobres.
La injerencia directa de Washington en la política y la economía, que fue tolerada por buena parte de las élites criollas, siguió alimentando el sentimiento antiimperialista en sectores liberales y en las izquierdas. Durante el último siglo, Colombia ha mantenido una disciplinada alineación con Estados Unidos y sus intereses en materia de seguridad y política exterior, pero vale la pena aclarar que esta injerencia casi siempre ha sido predominantemente motivada por invitación de los gobiernos, en el marco de las drásticas asimetrías de poder entre ambos países. Esta adhesión fue continuada en el Frente Nacional, especialmente por Alberto Lleras Camargo (1958-1962), quien mantuvo la postura de pacificar al país