Con la llegada de los liberales al poder en 1848, el presidente José Hilario López impulsó la Ley 21 de 1851 que pretendía terminar legalmente con la esclavitud a partir del primero de enero de 1852. Cuando fue expedida la ley, los únicos que fueron compensados fueron los antiguos esclavistas y al contrario, a los africanos liberados no se nos reconocieron tierras, ni indemnización por los perjuicios de la esclavización, ni derechos especiales, ni ciudadanía, ni educación, ni el trato como personas.
Uno de los factores que generó el incumpliendo de la ley de abolición fue que otros esclavizados huyeran de las minas y se enfrentaran a terratenientes esclavistas de la región, conformando guerrillas y ocupando haciendas en las cuales resistieron para evitar ser desalojados.
En el caso de nosotras las mujeres negras, el régimen esclavista no reconoció la legitimidad de nuestros hijos, teniendo en cuenta que la libertad de vientres ya operaba un par de años atrás. También tuvimos que sufrir señalamientos y castigos por los imaginarios de libertinaje sexual y por practicar nuestra religión, calificada como “brujería”.
Este contexto de explotación esclavista sentó las bases de la inequidad y discriminación racial estructural que aún pervive en Colombia.