A mediados de los años ochenta, surgen las coaliciones violentas que dan origen al paramilitarismo, desplegando una brutal violencia contra quienes buscaron competir por el poder local y regional, y Pablo Escobar buscó doblegar al Estado mediante secuestros y atentados. El modelo de Estado contemplado en la Constitución de 1886 era anacrónico tanto para enfrentar las múltiples violencias que padecía el país como para resolver las tensiones sociales y políticas que habían emergido en el último tiempo. En este contexto, el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) abrió un nuevo ciclo de conversaciones de paz con la insurgencia.
La coalición violenta que se funda en los años 80, conocida como el paramilitarismo, está afincada en el poder local que adquirieron los narcotraficantes, como articuladores de intereses de sectores de la fuerza pública (“sacarle el agua al pez” o atacar a la población civil para dejar sin bases sociales a la insurgencia); de los políticos locales (no dejar competir a la izquierda en el escenario de la descentralización) y de élites económicas (proteger su vida y propiedades de una guerrilla depredadora). El narcotráfico es un factor de crisis del sistema, pues mientras una parte del “establecimiento” se decidió a jugar en la guerra contra las drogas, otro sector se apuntaló en las armas, finanzas y sombras del narcotráfico para librar la lucha contra la izquierda y sectores democráticos.
De parte del narcotráfico los dos principales estrategas del “modelo” contrainsurgente, son Gonzálo Rodriguez Gacha (el Mexicano), y los hermanos Rodríguez Orejuela, ambos fuertemente articulados no solo a negocios legales, sino a la fuerza pública. La anomalía de esta coalición la representó Pablo Escobar, quien se enfrentó al Estado, emulando la estrategia de los insurgentes en casi todo: secuestro, atentados, crimen, como acciones para obligar a una negociación del establecimiento con él.